Tras las primeras palabras de una conversación objetiva y aburrida fruto de la vergüenza, me voy soltando. Sigo devorando cigarrillos uno tras otro por culpa de los nervios, pero estoy empezando a sentirme a gusto. Mi humor empieza a salir y consigo hacerte de reír. Esa combinación de tu mirada y tu sonrisa estoy seguro que hubiese provocado más de una guerra en el pasado. Y esa noche era solo mía.
Las cervezas se sucedían, y allí estaba yo, escuchándote embobado. Tan culta, me hacías sentir gilipollas y me gustaba. Me hablabas de música, de política, de la universidad y de la vida. Transmitías una confianza en tus ideales que me hubieses podido convencer fácilmente que la tierra no era redonda. Eres perfecta. Definitivamente tienes que ser mía.
Tomamos el último trago y salimos del bar. Nos vamos perdiendo paseando por las calles, aprovechando la buena noche que hace. La vergüenza se ha ido transformando en atracción y mi cabeza ya está pensando cómo puedo lanzarme a besarte.
Me decido. Te cojo de la mano. Está fría. Estoy cagado de miedo. Mis piernas parecen flanes. Mientras, con la otra mano, te aparto el pelo detrás de la oreja con una caricia. Te susurro al oído: “Lo tengo que hacer”, y te beso. Te beso de película.
Foto de Jaime González, tomada de Flickr.com.
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