Principios de diciembre. Era sábado, de noche, y ni A ni D imaginaban lo que se les venía encima. Él estaba trabajando, como siempre, y ella con sus amigas de fiesta, también como siempre. De repente, de entre la rutina de uno y de otro, surgió un codazo, y dos personas que no se conocían acababan teniendo su primera toma de contacto.
Él se quejaba, ella se reía y, aunque el mundo seguía girando, comenzaba a hacerlo de manera distinta para ellos.
Poco tardó D en buscarla por redes sociales y escribirle con la excusa del codazo; menos aún tardó A en responderle. Nace oficialmente ese algo que ambos sienten: «¿Qué te gusta? ¿Qué música escuchas? ¿Quiénes son tus amigos/as? ¿Fumas?»
Ese algo avanza.
D comienza a sentir que A es especial, distinta a las que ha conocido hasta ahora. Se empieza a acostumbrar a hablar con ella todo el día por Whatsapp, comenzando a cambiar horas de sueño por horas charlando con ella. Le hace ilusión ser el motivo de su última conexión.
Primera cita. Finales de diciembre. Como no podía ser de otra manera, están hablando por Whatsapp. Él imagina un no rotundo, pero, encontrándose solo en casa, no se aguanta y se arriesga:
―Hago un capuchino riquísimo, ¿quieres uno?
Pese a no esperárselo, cuando D se da cuenta tiene a A en su casa. Él comienza a sentir vergüenza y nota que ella aún más. Mientras le prepara el café, A no para de preguntarle por cada detalle, por todo lo que él va haciendo, además de llamarle «manitas». Al escuchar esto, D se sonroja un poco, a la vez que piensa que le gusta que sea curiosa; también, cuando la ve devorar el café en tiempo record con la excusa de que está muy rico, piensa que le gusta que sea tragona.
Al ver que ella tiene el café terminado, pese a casi no haber probado el suyo, D le ofrece salir a fumar para no dejarla esperándole, y siguen hablando de sus cosas. El tiempo pasa y, aunque no quieren separarse, ambos lo hacen con la excusa de aprovechar la tarde. Ese algo que ambos sienten está a punto de explotar.
Los días se suceden, como los mensajes y las ganas de repetir ese café. Ese algo, ya casi en su máximo esplendor, consigue que aparezcan los primeros piropos: «qué guapo/a eres», «con lo que sea vas genial»…
―A ver si esta noche nos vemos y hablamos un rato ―comienza a ser el mensaje más habitual entre ambos.
Segunda cita. Un par de semanas después. D invita a A a su casa para ver una película. Ella no acepta rápido, acepta a la velocidad de la luz. Ya no recuerdan que peli era, sólo que había cosquillas, cojinazos, risas y dos personas muy a gusto.
Los días pasan. D es todo planes y A es todo «Sí».
El primer beso tarda en llegar; según D, por su culpa, ya que no quería dar ese paso sin conocerse mejor, esperando confirmar que ese algo que había entre ambos era mucho más que un simple lío de navidad.
Un día, una apuesta. Una apuesta tonta. Si ella gana, le da un beso. Al final uno deseando perder y la otra deseando ganar. Pasa lo inevitable, lo que tenía que pasar.
A partir de ese momento, ese algo se dispara y todo comienza a ir mucho más rápido para A y D.
Cada vez más planes, más juntarse cuando están de fiesta, más cenas, más cigarrillos a medias, más de todo si el plan incluye un juntos. Como una pareja, pero sin ser pareja.
11 de marzo. Siesta de sábado, A y D tirados en el sofá. Él se levanta de repente, ambos se miran y D, como en una película, dispara:
―¿A, quieres ser mi novia? Pero novia, novia, no lío ni follamigos oficiales. ¿Quieres salir conmigo de verdad?
Cuando D se quiere dar cuenta, tiene a A agarrada a su cuello, dándole mil besos y diciendo cientos de veces «sí, sí y sí» con una alegría que no cabe dentro de ella.
El resto de la historia lo están escribiendo a día de hoy. Juntos.
Felizmente juntos.
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